“Os habéis acercado al monte Sion, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo, a las miríadas de ángeles (…) y al Mediador de la nueva alianza, Jesús” (Heb. 12,22-24).
Nos encontramos este texto en la primera lectura de la misa y se nos enciende la nostalgia del cielo. Algo que también le ocurrió a una de mis santas favoritas, Isabel de la Trinidad. En febrero de 1906 se agravó notablemente su enfermedad, y en las cartas y escritos de este período habla con frecuencia sobre su sufrimiento, y sobre su deseo de unión con Dios. A pesar del dolor, seguía escribiendo y ofreciendo su sufrimiento con una profunda paz interior.
Catorce meses antes, de un tirón, escribió esta oración que hoy hago mía y a la que os invito a uniros:
¡Oh, Dios mío, Trinidad a quien adoro! Ayúdame a olvidarme enteramente de mí para establecerme en Ti, inmóvil y tranquila, como si mi alma estuviera ya en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de Ti, ¡oh mi Inmutable!, sino que cada minuto me sumerja más en la hondura de tu Misterio.
Inunda mi alma de paz; haz de ella tu cielo, la morada de tu amor y el lugar de tu reposo. Que nunca te deje allí solo, sino que te acompañe con todo mi ser, toda despierta en fe, toda adorante, entregada por entero a tu acción creadora.
¡Oh, mi Cristo amado, crucificado por amor, quisiera ser una esposa para tu Corazón; quisiera cubrirte de gloria y amarte… hasta morir de amor! Pero siento mi impotencia y te pido «ser revestida de Ti mismo»; identificar mi alma con todos los movimientos de la tuya, sumergirme en Ti, ser invadida por Ti, ser sustituida por Ti, a fin de que mi vida no sea sino un destello de tu Vida. Ven a mí como Adorador, como Reparador y como Salvador.
¡Oh, Verbo eterno, Palabra de mi Dios!, quiero pasar mi vida escuchándote, quiero hacerme dócil a tus enseñanzas, para aprenderlo todo de Ti. Y luego, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero fijar siempre la mirada en Ti y morar en tu inmensa luz. ¡Oh, Astro mío querido!, fascíname para que no pueda ya salir de tu esplendor.
¡Oh, Fuego abrasador, Espíritu de Amor, «desciende sobre mí» para que en mi alma se realice como una encarnación del Verbo. Que yo sea para El una humanidad suplementaria en la que renueve todo su Misterio.
Y Tú, ¡oh Padre Eterno!, inclínate sobre esta pequeña criatura tuya, «cúbrela con tu sombra», no veas en ella sino a tu Hijo Predilecto en quien has puesto todas tus complacencias.
¡Oh, mis Tres, mi Todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad donde me pierdo!, yo me entrego a Ti como una prisionera. Sumergíos en mí para que yo me sumerja en Vos, mientras espero ir a contemplar en vuestra luz el abismo de vuestras grandezas.
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