“María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc. 2,19).
El lunes después Pentecostés es la memoria de María Madre de la Iglesia, y debemos seguir meditando sobre la extraordinaria relación que hay entre el Espíritu Santo y nuestra Señora.
La Virgen María no solo fue llena del Espíritu Santo desde su Concepción Inmaculada, sino que vivió en constante apertura a sus inspiraciones. En Ella resplandecen todas esas disposiciones interiores que preparan el alma para acogerlas. Su gratitud profunda ante la elección de Dios —“el Señor ha hecho obras grandes por mí”— no solo la llenaba de gozo, sino que la volvía aún más receptiva a la gracia. Su oración perseverante, en silencio y recogimiento, preparaba el terreno donde el Espíritu podía actuar con libertad. María pedía y deseaba con humildad, como en las bodas de Caná: no imponía su voluntad, pero intercedía con confianza.
En su alma no hubo espacio alguno que quedara cerrado a Dios: “Hágase en mí según tu palabra”. Esa determinación firme de no negarle nada a Dios revela una voluntad dócil, una apertura total a lo que el Padre deseaba realizar en Ella. Vivió el abandono no como resignación, sino como elección confiada, incluso al pie de la cruz, cuando todo parecía haberse derrumbado. Supo vivir el desprendimiento: de sus planes, de su reputación, de su mismo Hijo, en el momento en que fue llamado a la misión. Y cuando llegó la hora de la Iglesia, Ella estaba allí, en el Cenáculo, silenciosa, orante, Madre: corazón de la comunidad naciente, espejo de docilidad perfecta.
Por eso María es Madre de la Iglesia: porque vivió plenamente acogiendo al Espíritu. El mismo Espíritu que formó en su seno el Cuerpo de Jesús, la asoció también al nacimiento del Cuerpo místico de Cristo. A Ella, la Mujer revestida de sol, la Virgen fiel, le fue confiada la Iglesia, para que la acompañara como Madre en su caminar bajo la luz del Espíritu.
Jesús, Tú que diste a María como Madre a tu Iglesia, haz que aprendamos de Ella a abrirnos a las inspiraciones del Espíritu Santo con gratitud, docilidad, abandono y paz. Amén.
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