“El Señor dijo a Abrán: “Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti una gran nación, te bendeciré, haré famoso tu nombre y serás una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan, y en ti serán benditas todas las familias de la tierra”. Abrán marchó, como le había dicho el Señor” (Gn. 12,1-4).
Comenzamos hoy, tras la solemnidad del Cuerpo de Cristo, a leer y recorrer en el Génesis el largo camino de Abraham. Es el camino del creyente, que nace siempre con una palabra que llama, que interpela, que invita a dejar para recibir, a soltar para abrazar, a perder para ganar… en una palabra: a confiar. Abraham no recibe instrucciones claras ni garantías visibles. Solo una promesa, una voz, una bendición. Y esa palabra —que resuena con fuerza desde el otro lado del río— lo arranca de su tierra, de su casa, de su seguridad, y lo pone en marcha hacia un lugar desconocido, pero lleno de promesas.
Así es también nuestra fe: una aventura en la que no controlamos los tiempos ni los paisajes, pero sí confiamos en Aquel que nos ha hablado. La vocación de Abraham es también la nuestra: todos somos llamados a salir, a ponernos en camino, a dejar atrás seguridades viejas y a fiarnos del Dios siempre joven que nos guía. Y esa fe, humilde y caminante, se convierte en bendición: “en ti serán benditas todas las familias de la tierra”. Porque cuando uno cree, cuando uno se abandona y camina, otros también encontrarán esperanza y ayuda.
Dios de Abraham, Dios que llamas y prometes, haz de mí un creyente en camino. Que no me quede encerrado en mis seguridades ni en lo que ya conozco. Que no me aferre a mis tierras, ni a mis afectos, ni a mis logros. Enséñame a fiarme de tu voz, a dejarme guiar por tu Palabra, a salir de mí mismo hacia la tierra que Tú me mostrarás. Y que mi vida, como la de Abraham, pueda ser también una bendición para otros. Amén.
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