(seguimos en la octava pascual reflexionando sobre las virtudes: hoy a partir del Evangelio de la misa)
“Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: ‘Muchachos, ¿tenéis pescado?’ Ellos contestaron: ‘No’. Él les dice: ‘Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis’. La echaron, y no podían sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo a quien Jesús amaba le dice a Pedro: ‘Es el Señor’” (Jn. 21,4-7).
El amanecer es una hora de tránsito, de paso de la oscuridad a la luz. Aún no se ve con claridad, aún no se distingue con precisión, pero ya hay una promesa de luz que nace. Así es también el momento en que Jesús se manifiesta. Cuando no lo vemos del todo claro, cuando no lo reconocemos fácilmente, cuando nuestro corazón no está seguro pero desea creer, entonces Jesús se acerca y nos sorprende pidiéndonos. No porque necesite nada -Él lo tiene todo, lo es todo- sino porque quiere encontrarse con nosotros en nuestra pobreza, abrir un diálogo desde nuestro vacío, desde nuestra impotencia. Él se muestra mendigo para hacernos a nosotros hermanos.
Y nos pide confianza: “Echad la red a la derecha de la barca”. No les da una explicación, no les asegura el éxito, solo les invita a actuar fiándose. Lo asombroso es que lo hacen. No le han reconocido todavía, pero hay algo en su voz, en su presencia, que mueve al corazón a obedecer. Y ahí está el milagro. No lo alcanza la estrategia ni la experiencia de los pescadores, sino la obediencia confiada. La red se llena. Es entonces cuando el discípulo amado lo reconoce: “Es el Señor”. La abundancia no está al inicio del camino, sino al final de la confianza.
Jesús nos llama así: pidiendo algo que podemos darle, aunque nos parezca poca cosa. Y cuando respondemos, cuando nos fiamos de lo que no vemos con claridad, cuando obedecemos esa voz interior que nos invita a seguir, entonces se desborda la gracia. Y el alma, como Juan, exclama: “Es el Señor”. El fruto de la confianza es el reconocimiento. El don nace de la obediencia. Y en ese instante, el corazón ya no duda porque la luz ha llegado plenamente.
Señor Jesús, que al amanecer te acercas a mi orilla y me pides lo que no tengo, haz que mi corazón confíe totalmente en ti, incluso cuando no te reconozca, y que, obedeciendo tu voz, pueda recibir el don de verte y proclamar con amor: “Es el Señor”. Así sea.
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