martes, 2 de diciembre de 2025

BROTE DE ESPERANZA


    “Aquel día, brotará un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago. Sobre Él se posará el espíritu del Señor: espíritu de sabiduría y entendimiento, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor del Señor. Lo inspirará el temor del Señor” (Is. 11,1-3).


    En la oscuridad polvorienta de un tronco viejo, allí donde parece que sólo queda un leño seco y sin vida, el profeta Isaías, en la primera lectura de la misa de hoy, ve surgir un brote verde y tierno, inesperado, cargado de Promesa. Así es el Adviento: un tiempo para mirar el suelo de nuestra vida, tal vez árido y endurecido, tal vez agrietado y roto, y reconocer que Dios no se cansa de hacer nacer en él nuevas posibilidades. El “renuevo del tronco de Jesé” es Cristo, que viene humilde y silencioso, a revivir lo que parecía definitivamente muerto, a florecer en nuestras raíces gastadas. Y nosotros, que tantas veces vivimos entre nostalgia por el pasado, desaliento por el presente e inquietud por el futuro, somos invitados a creer que en el tronco reseco de nuestra historia Él puede hacer brotar de nuevo la vida.


    Sobre ese vástago reposa el Espíritu en plenitud. Todo lo que a nosotros nos falta —sabiduría, fortaleza, consejo, entendimiento— Él lo trae consigo como un don que desciende del cielo sin ruido, como una presencia que ilumina desde dentro. El temor del Señor que Isaías describe no es miedo servil, sino asombro reverente: la gracia de reconocer que Dios es Dios y eso basta, que su obra crece más allá de todo cálculo humano. Adviento es aprender a dejarnos inspirar por ese Espíritu, a afinar el corazón para percibir la llegada silenciosa del que viene a salvarnos.


    Jesús, Tú que eres el renuevo que brota del viejo tronco de la humanidad, haz revivir en nuestro interior lo que está marchito y devuelve a nuestras vidas la frescura de tu Santo Espíritu. Que en este santo Adviento nos abramos a tu llegada con humildad, con alegría y con reverencia. Amén.

lunes, 1 de diciembre de 2025

CAMINAR A LA LUZ DEL SEÑOR


    “Dirán: Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob. Él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas; porque de Sion saldrá la ley, la palabra del Señor de Jerusalén (…) Casa de Jacob, venid; caminemos a la luz del Señor” (Is. 2,3.5).


    “Concédenos, Señor Dios nuestro, esperar vigilantes la venida de Cristo, tu Hijo, para que, cuando llegue y llame a la puerta, nos encuentre velando en oración y cantando con alegría sus alabanzas” (Oración colecta de la misa del lunes de la 1ª semana de Adviento).


    El Adviento nos llama a una vigilancia que nace de la luz y se ordena hacia la luz. Esa luz no es la de nuestras calles y escaparates, que en estos días brillan con abundancia, sino la que desciende de lo alto y revela la verdad del corazón. Esa luz —más fina, más penetrante, más exigente— nos invita a mirar con realismo nuestro entorno, nuestra sociedad y nuestras propias motivaciones, tantas veces mezcladas, turbias o autocomplacientes. Cuando Isaías proclama: “Venid, subamos al monte del Señor”, está convocando a un movimiento interior, a una ascensión espiritual por la que aprendemos a leer la vida desde Dios y no desde nuestras sombras. En este sentido, el Adviento es un despertar: un volver a ver, un dejar que la Escritura santa ilumine lo que no queremos mirar y ordene lo que nuestro corazón ha desordenado.


    Pero también es un tiempo para recordar la misión del evangelizador, del pastor, de aquel a quien Cristo confía la responsabilidad de despertar a su pueblo. La Iglesia, en estos días, vuelve una y otra vez al profeta Isaías porque en él reconoce su propia tarea: orientar la mirada, enseñar a leer los acontecimientos desde Dios, interpretar la historia con ojos iluminados y conducir a los hombres a la hondura de la Palabra. Velar no es solamente vigilarse uno a sí mismo: es ayudar a que otros velen; no es solo convertir el propio corazón, sino abrir caminos para que otros encuentren la claridad que procede de Cristo. Así, cuando llegue el Señor y llame a la puerta, no solo nos hallará a nosotros despiertos, sino también a aquellos que, por nuestra voz y nuestra vida, han aprendido a esperarle.


    Oh Jesús, Luz increada que vienes del Padre, mantén despierto nuestro corazón y haz que nuestra palabra, nuestros gestos y nuestra vida entera puedan despertar a otros para ti. Que nuestra mirada, purificada por tu claridad, ayude a muchos a caminar hacia tu monte santo. Amén.

domingo, 30 de noviembre de 2025

LUCES DE LA CIUDAD


    No quiero referirme a la famosa película de Charlie Chaplin, sino a la experiencia vivida ayer, que me ha decidido a seguir escribiendo cada día aquí. Y fue que pasé más de cinco horas con un viejo amigo al que conozco desde hace unos cincuenta y cinco años y al que no veía desde hacía casi catorce. Paseamos por Sevilla, que estaba hermosísima, pero atestada de gente. Al buen tiempo se unía el fin de semana del Black Friday y el anuncio del inminente alumbrado navideño, cada año más fastuoso y barroco. Desde muy temprano algunas calles del centro se colapsaban: era imposible avanzar, y resultaba difícil encontrar un restaurante decente sin reserva previa.


    En medio de ese bullicio hubo algunos detalles que me llamaron la atención. En un punto concreto descubrimos una cola larguísima que recorrimos con paciencia. Era para comprar lotería de Navidad. Lotería que está disponible desde hace meses y en muchísimos puntos de venta, y que seguirá vendiéndose casi otro mes más; pero todos querían adquirir lo mismo, en el mismo instante. Más adelante encontramos otra fila, tan sorprendente y larga como la primera: esta vez era para comprar churros. Y en una gran carpa, cercana al Ayuntamiento, ya se apiñaba la multitud para escuchar a la banda municipal y ver al alcalde pulsar el botón que encendería las luces navideñas. Dos horas antes era difícil acercarse: miles de personas aguardaban de pie, expectantes, preparadas para un instante fugaz: la iluminación que adornará la ciudad cada día durante más de un mes.


    En esta Sevilla resplandeciente y saturada de gente, yo encontraba un motivo de examen. ¿Cómo es posible que tantos acepten sin queja esperar cuarenta minutos, una hora o varias, para comprar un décimo de lotería que podrían ya haber adquirido, o seguir adquiriendo, en cualquiera de los innumerables puntos de venta? ¿Cómo pueden aguardar turno para unos churros que en pocos minutos saciarán y serán olvidados? ¿Cómo pueden pasar tanto tiempo de pie para ver cómo alguien acciona un interruptor que encenderá unas luces que seguirán encendidas noche tras noche? 

Y, sin embargo, ¡cuánto nos cuesta dedicar unos minutos a Dios! ¡Cómo se nos hace cuesta arriba perseverar en la oración diaria, abrir el Evangelio y leerlo con atención… ¡o escribir una reflexión cristiana que pueda servir de ayuda! Tantas personas, por ejemplo, afirmarán que no tienen tiempo para ir a misa el domingo, o para rezar el rosario… pero sí lo encontrarán para hacer colas tan interminables como absurdas. 


    Cuando llegó el momento del encendido y la ciudad estalló en aplausos, fotos y vídeos, comprendí que algo dentro de mí quedaba traspasado por una cierta tristeza. ¿Valía la pena tanto esfuerzo, tanta espera? ¿De veras esto llena el corazón? Nos rodean luces efímeras, brillos que no calientan el alma, chispazos que no permanecen. Y, en cambio, se nos ofrece cada día una claridad infinitamente más hermosa: la que nace silenciosa de la Palabra de Dios, si nos detenemos a contemplarla.


    La ciudad estaba llena. Pero el corazón humano, con frecuencia, está vacío, frío, distraído. San Francisco gritaba desgarradoramente por las calles: “¡El Amor no es amado!”. El Adviento ha comenzado así para mí este año: viendo la distancia entre las luces que pasan y la Luz que permanece, entre lo que nos deslumbra un instante y lo que podría transformarnos la vida si le regaláramos unos minutos. Y no he sido capaz de no contárselo a ustedes. 

sábado, 29 de noviembre de 2025

UN AÑO DESPUÉS


    Hoy hace exactamente un año —365 días justos— que comencé a escribir en un canal de Telegram. Nació como una sencilla ayuda para el Adviento de 2024, sin otra pretensión que ofrecer un pequeño apoyo para la oración de cada día. Cuando terminó el Adviento, resultaba evidente que aquella tarea debía continuar. Después vinieron los días ordinarios, las fiestas, los domingos, los tiempos fuertes… y Dios seguía empujando suavemente, pidiendo más. Por eso decidí también publicar los artículos diarios en este blog.


    No sois un grupo numeroso de lectores. Más bien un puñado de personas que leen y que acogen estas reflexiones, que también publico en mi canal de Telegram. Las entradas que escribo requieren un tipo de lector atento y paciente, que desee acercarse al Señor. No siempre mis textos son fáciles, ya que procuro hacer pensar o intento enseñar a mirar con atención. No sé —ni lo sabré nunca, quizá solo en el cielo— el bien concreto que estas líneas hayan podido hacer. A veces llega un comentario, una palabra amable de agradecimiento, una felicitación… o un simple emoticono que parece poca cosa y, sin embargo, puede decir mucho: “me ha ayudado”, “lo necesitaba”, “perfecto”, “gracias”. Con eso basta. El Evangelio es así: obra en silencio, donde no lo vemos, donde solo Dios mide el alcance.


    Hoy me pregunto si debo continuar. No por agotamiento de ideas ni por desaparición de la inspiración, sino por los límites que imponen el cuerpo y el tiempo. Escribir a diario, aunque a mí mismo me hace bien, también me exige y me fatiga; los días van teniendo cada vez menos horas. Nunca pensé de verdad que esta andadura duraría tanto.


    Por eso, en este aniversario, no quiero decidir nada todavía. Solo quiero pediros una sencilla oración: una oración de intercesión por mí, para que el Señor me muestre lo que Él quiere. Y si su voluntad es que siga, que Él mismo me dé ánimo y ganas, y me conceda saber decir lo que Él quiere que diga, de manera que estas líneas puedan seguir siendo un apoyo para quienes buscan cada día un minuto de luz y de gracia.

viernes, 28 de noviembre de 2025

SOBRE EL MIEDO A LA MUERTE


    “Si el mundo odia al cristiano, ¿por qué amas al que te odia, y no sigues más bien a Cristo, que te ha redimido y te ama? Juan, en su carta, nos exhorta con palabras bien elocuentes a que no amemos al mundo ni sigamos las apetencias de la carne: ‘No améis al mundo’ —dice— ‘ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre. Porque lo que hay en el mundo —las pasiones de la carne y la codicia de los ojos y la arrogancia del dinero—, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa, con sus pasiones. Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre’. Procuremos más bien, hermanos muy queridos, con una mente íntegra, con una fe firme, con una virtud robusta, estar dispuestos a cumplir la voluntad de Dios, cualquiera que esta sea; rechacemos el temor a la muerte con el pensamiento de la inmortalidad que la sigue. Demostremos que somos lo que creemos” (San Cipriano, del Tratado sobre la muerte, Cap. 18, 24).


    San Cipriano de Cartago (200-258), obispo y mártir, fue uno de los grandes Padres de la Iglesia del siglo III. En sus escritos —como este que se lee en el oficio de lecturas de hoy— ensalza la virtud de la fortaleza, la esperanza ante las persecuciones y la importancia de la unión de la Iglesia. Sus palabras brotan de la fe inquebrantable de quien sabía que el temor a la muerte es, en realidad, una forma de servidumbre: una atadura al mundo que pasa y que pretende gobernar el corazón del hombre desde el miedo. Frente a esta servidumbre, Cipriano propone la libertad del cristiano que se abandona a Dios con “una mente íntegra, con una fe firme, con una virtud robusta”, dispuesto a aceptar la muerte, cuando llegue, como un tránsito hacia la inmortalidad prometida. Y así lo demostró él mismo al morir mártir, sin temor, sellando con su sangre aquello que enseñaba.


    En esta enseñanza resplandece una hermosa y coherente visión cristiana de la vida: la existencia no necesita aferrarse desesperadamente a lo terreno, porque sabe que la victoria pertenece ya a Cristo. Cipriano nos invita a mirar la muerte de frente, sin angustia, con una certeza humilde y firme de que Él nos espera. Es un mensaje especialmente necesario hoy, cuando el miedo a la muerte se refleja en el miedo a la vejez, a la enfermedad y su cortejo de sufrimientos, debilidad y pérdida de control sobre la propia vida, etc. Así, lo que el mundo considera derrota se convierte para el discípulo en una entrada luminosa en la verdadera Vida, en la bienaventuranza y en la gloria de la luz eterna. Y así también podrá demostrarse —no con palabras, sino con la serenidad del corazón— que somos realmente lo que creemos.


    Jesús mío, concédenos vivir sin miedo a la muerte y con esperanza firme en tus promesas. Que nuestro corazón permanezca libre, confiado en la Vida que Tú has preparado para los que te aman. Así sea.

jueves, 27 de noviembre de 2025

EL ELEFANTITO BLANCO


    “Traigo a la memoria la fe sincera que hay en ti, que habitó primero en tu abuela Loida y en tu madre Eunice, y estoy seguro de que también habita en ti… Desde la niñez conoces las Sagradas Escrituras, que pueden darte la sabiduría que lleva a la salvación por la fe en Cristo Jesús” (2 Tim. 1,5; 3,15).


    En las tardes de los jueves, los niños de los maristas no teníamos clase. Aquellas tardes resultaban particularmente largas. Mi hermana, en su colegio, descansaba los sábados por la tarde, y yo permanecía en casa, niño pequeño, rodeado de esa mezcla extraña de soledad, aburrimiento y ensueños que forma el corazón de los primeros recuerdos. Jugaba, leía cuentos, inventaba y escribía historias, hacía dibujos —muchos de los cuales aún conservo, gracias a que mis padres los rescataron sin saber que un día serían trozos vivos de mi memoria— y dejaba que la fantasía y el silencio me acompañaran como un segundo hogar.


    Aquellas tardes de jueves solía venir a casa una hermana de mi abuela Catalina (de quien hablé hace unos días) llamada Bárbara, nacida también en Cienfuegos. Ambas habían nacido en fiestas de santas, vírgenes y mártires, y habían recibido por eso sus nombres en el bautismo. Sus conversaciones giraban siempre alrededor de Cuba: sus recuerdos, su preocupación por los acontecimientos recientes en la isla. Era el tiempo del triunfo de Fidel Castro, del despliegue de los misiles soviéticos, de la amenaza de una guerra nuclear. La radio, en la salita, traía noticias inquietantes; ellas escuchaban preocupadas, o reían con ganas al recordar anécdotas del pasado. Yo, sin embargo, vivía en otro mundo y a mi edad no entendía casi nada. Mis tardes discurrían entre cuentos y juguetes, y en medio de la voz de aquellas dos mujeres ancianas que conversaban animadamente y quizá guardaban en el bolso el devocionario y el velo negro con que acudían a la iglesia.


    Con frecuencia venía también un hijo de mi tía abuela: a veces para hacer la visita, otras solo brevemente para recogerla. Me hablaba siempre con particular simpatía y condescendencia. Y no sé por qué, pero siempre hacía referencia a un elefantito blanco. Nunca he conseguido recordar si era un cuento que me había narrado y yo olvidé, o si era alguna comparación suya. En Navidad solía regalarnos participaciones de lotería, un regalo que a un niño le dejaba totalmente indiferente. Pero un año, sin embargo, me trajo un pequeño elefantito blanco de marfil africano. Todavía lo conservo… y aún hoy me habla.


    Aquel pequeño objeto expresaba, sin que nadie lo supiera, muchas cosas. Por una parte, la pequeñez y la fragilidad; pero era un elefante, y expresaba también fortaleza. Y era blanco, signo de inocencia, pureza, pero también de rareza y singularidad. Y todo eso —pequeñez, fortaleza, blancura, inocencia, singularidad— se me estaba transmitiendo, sin palabras, en aquellas largas tardes de los jueves: la fortaleza de la fe que empezaba a modelar silenciosamente mi personalidad; la blancura de una inocencia de la que Dios cuidaba sin que yo lo advirtiera; la pequeñez con que Él se acercaba a mi vida, escondido en detalles mínimos, casi imposibles. Incluso el marfil africano hablaba de países lejanos y hacía soñar con aventuras imposibles.


    Hoy, al mirar atrás, descubro que aquella fe doméstica, como la de la abuela Loida y la madre Eunice en la vida de Timoteo, fue mi primera herencia espiritual. No lo sabía entonces, pero Dios me estaba educando por dentro, forjándome, dejándose sentir en el ambiente de piedad que me rodeaba, en la ternura familiar, en el roce cotidiano de la vida sencilla. Es hermoso reconocer que la semilla de la fe empezó a germinar en tardes sin ruido, sin brillo, sin acontecimientos: donde solamente Él trabajaba en mi alma a través de la soledad, la imaginación, la escucha sorprendida y, a veces, incluso del aburrimiento.


    Jesús mío, gracias por haber entrado en mi infancia por la puerta humilde de los detalles pequeños. Gracias por la fe silenciosa que me llegó a través de mi familia, por la luz que Tú encendiste en aquellos días lentos y solitarios. Conserva en mi interior esa inocencia que procede de ti y haz que tu gracia siga modelando mi corazón y el de tantos niños que hoy tanto te necesitan. Amén. 

miércoles, 26 de noviembre de 2025

EN LA PRUEBA, LA LUZ


    “Os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, y haciéndoos comparecer ante reyes y gobernadores, por causa de mi nombre. Esto os servirá de ocasión para dar testimonio. Por ello, meteos bien en la cabeza que no tenéis que preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro” (Lc. 21,12-15).


    Las palabras de Jesús en el Evangelio de hoy no son un anuncio de desgracia, sino una revelación de su cercanía. El cristiano no ignora que será combatido, a veces desde fuera y otras desde dentro, incluso en el seno de su propia familia espiritual. Pero aquello que podría desanimar se convierte, por la Palabra del Señor, en un lugar de consuelo y de luz. Jesús no promete que no habrá prueba; promete algo mayor: que Él estará allí, sosteniendo la fidelidad del discípulo, dándole una fortaleza que no procede de sí mismo y una sabiduría que no nace del cálculo humano.


    La persecución visible —la de los extraños, la del mundo— quizá no golpee siempre con la misma fuerza. Tampoco, según las circunstancias, esa otra más sutil que hiere desde lo cercano, desde dentro de la propia comunidad de fe. Pero la que tiene su origen en el combate interior no cesa nunca. El desgraciado y mortal enemigo del hombre sabe cómo tocar lo que más duele, insinuando sospechas, confusiones y escrúpulos, desánimos, cansancios… Sin embargo, también ahí Jesús permanece, más cercano que nunca, ofreciendo humildad para no caer en la soberbia de las propias interpretaciones y fortaleza para atravesar el combate sin perder la paz. Los santos, desde el padre Pío hasta la humilde Teresa del Niño Jesús, y desde el Santo Cura de Ars hasta la intrépida Teresa de Calcuta, conocieron este fuego cruzado y descubrieron que en medio de él brillaba con más fuerza la gracia.


    Y cuando al cristiano se le hace oscuro el camino, estas palabras del Señor vuelven a resonar con la autoridad de quien ya ha vencido al enemigo: Él dará la palabra, Él dará la luz, Él dará la perseverancia. No estamos solos en la batalla; somos conducidos por Aquél que transforma la prueba en testimonio. O como escribe san Pablo: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Flp. 4,13).


    Oh Jesús, sostén mi alma en los combates que Tú quieres que yo libre. Dame humildad para reconocer mi fragilidad, y fortaleza para permanecer en ti. Que tu Palabra sea mi defensa y tu cercanía mi paz. Amén.

martes, 25 de noviembre de 2025

MÁRTIR Y MAESTRA


    Hoy celebramos la fiesta de Santa Catalina de Alejandría. Siempre que pienso en ella recuerdo a mi abuela paterna, que era cubana, y nació en Cienfuegos tal día como hoy, hace 133 años, recibiendo en su bautismo el nombre de la mártir que la Iglesia veneraba ese día.

    Catalina fue una santa con muchos devotos, una de los catorce santos auxiliadores venerados por la Iglesia medieval, y durante siglos su culto fue importante. Sin embargo, tras el Concilio Vaticano II, en 1969, su fiesta se suprimió del calendario universal porque su vida estaba envuelta en leyendas y le faltaban datos históricos firmes. Finalmente, san Juan Pablo II la restauró en el año 2002 en su antigua fecha. Habían pasado exactamente 33 años sin que se celebrara oficialmente en la liturgia. Si bien me resulta curiosa la coincidencia, lo que más me llama la atención es que Catalina no es una virgen mártir más en la lista de santas de la antigüedad.


    En efecto, la tradición nos habla de una joven cultísima de Alejandría, filósofa, formada en las escuelas del norte de la ciudad, que abrazando el cristianismo confesó su fe en las Tres Personas divinas, así como en la Unidad de su naturaleza, ante los sabios paganos de su tiempo. Con cierta fantasía ideológica muy sesgada, algunos han querido identificarla con Hipatia, otra filósofa alejandrina reivindicada por ciertos sectores actuales. La presentan como si los cristianos hubieran querido apropiarse de aquella figura femenina y darle la vuelta a la historia, creando una especie de “santa laica”, mártir víctima de los cristianos. Pero todo eso carece de consistencia histórica.


    A pesar de los elementos legendarios que la rodean, el testimonio de Catalina es un testimonio luminoso de algo que la Iglesia necesita en todos los tiempos: hombres y mujeres capaces de confesar a Cristo no solo con la pureza de sus vidas, sino también con la claridad de su razón y la elocuencia de su sangre derramada. Su figura recuerda que la fe cristiana no teme al pensamiento, sino que lo ilumina; que la verdad del Evangelio no es contraria a la inteligencia, sino su plenitud; y que Dios sigue llamando a creyentes que, ejerciendo de maestros y guías de sus hermanos, sepan mostrarles la solidez interior y la belleza de las verdades cristianas.


    Señor Jesús, fuente de la Sabiduría, Tú que fortaleciste a Santa Catalina en la claridad de su razón y en la valentía de su martirio, suscita en tu Iglesia corazones humildes y mentes iluminadas, capaces de anunciarte con ardor y convicción. Haz también que nosotros procuremos formarnos adecuadamente, para que podamos ser testigos más creíbles del Evangelio allí donde Tú nos envíes. Amén.

lunes, 24 de noviembre de 2025

DAR DE LO QUE NOS FALTA


    “Vio también una viuda pobre que echaba dos monedillas, y dijo: ‘En verdad os digo que esa viuda pobre ha echado más que todos, porque todos esos han contribuido a los donativos con lo que les sobra, pero ella, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir’” (Lc. 21,1-4).


    El Evangelio de la Misa de hoy nos presenta este texto evangélico. En él encontramos a una mujer casi invisible para todos, menos para el Señor. No tenía riquezas, por tanto tampoco la posibilidad de hacer una ofrenda que llamase la atención. Ni siquiera conservamos su nombre. Sin embargo, su gesto humilde ha llegado hasta nosotros porque Jesús así lo quiso. Nosotros, que tantas veces creemos dar mucho y sentimos la tentación de lamentarnos por lo que entregamos, descubrimos al compararnos con ella que nuestro sacrificio es pequeño. Damos algo de nuestro tiempo, algo de nuestras fuerzas, pero rara vez nos damos de verdad.


    A veces, cuando el cansancio se hace más profundo —como hoy, cuando siento que no me queda tiempo para lo que quisiera hacer y surge la queja fácil—, el óbolo de la viuda nos deja sin palabras. Su don humilde se vuelve un juicio para nuestra tibieza y flojedad. Ella no dio de lo que le sobraba sino precisamente de lo que le faltaba: se dio a sí misma. Y entonces comprendemos que lo que ofrecemos al Señor es todavía poco, muy poco, si no incluye nuestra vida entera, con su cansancio, sus límites y sus posibilidades.


    Señor Jesús, enséñame a dar sin calcular. Que mi cansancio no me encierre en mí mismo, sino que se convierta en ofrenda. Que, como aquella viuda, no me reserve nada cuando se trate de amarte. Hazme generoso, pobre de mí mismo, para que seas Tú mi única riqueza. Amén.

domingo, 23 de noviembre de 2025

QUAS PRIMAS


    “No es Cristo solamente Rey por derecho de naturaleza como Hijo de Dios, sino también por derecho de conquista: porque Él nos arrancó del dominio del pecado y nos incorporó a su Reino. (…) Su imperio abarca a todos los hombres” (Quas primas, n. 7).


    Hoy, en la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, recordamos el centenario de la encíclica Quas primas, publicada por S. S. Pío XI en 1925. En ella quiso recordar a la Iglesia algo que el mundo moderno estaba olvidando: que el reinado de Cristo no es una simple metáfora espiritual, ni un puro sentimiento piadoso, sino una verdad sólida que alcanza todas las dimensiones de la existencia humana. Cristo reina, sí, en el corazón de cada creyente, como hoy se suele predicar; pero no olvidemos que su señorío no se limita al ámbito privado. Él, que es el Verbo de Dios encarnado, es también el creador de todas las cosas y la fuente de toda autoridad. Por eso su Reino no alcanza solamente a las personas, sino también a los pueblos, a la vida privada y a la vida pública. Reducir su reinado al mundo interior de la conciencia personal, es mutilar gravemente el significado de la fiesta.


    Pío XI denuncia con fuerza el error moderno que pretende organizar la sociedad “como si Dios no existiera”, expulsando a Cristo del espacio público, de las leyes y de la vida cultural. La encíclica advierte que ese laicismo agresivo (¡al que hoy algunos califican de “sano”!), acaba destruyendo la paz social, porque donde Cristo no reina, no hay verdadera justicia, ni respeto profundo por la dignidad humana. Cuando su señorío es reconocido, en cambio, se reprimen las pasiones pecaminosas, la convivencia se hace más humana, la familia se fortalece, las estructuras se purifican y la economía se orienta al bien común. Por eso, el reinado interior y el reinado social se reclaman mutuamente: la conversión personal da fundamento al orden justo, y un orden justo sostiene y facilita la vida moral de las personas.


    Para eso el Papa Pío XI instituyó la fiesta de Cristo Rey: para recordar a los cristianos que Cristo tiene derecho a reinar no solo en nuestras almas, sino también en nuestras ciudades, en nuestras leyes, en nuestras instituciones y en nuestra cultura. Su señorío es principio de orden moral para el mundo y condición de una paz verdadera. La Iglesia debe proclamar hoy con claridad, sin tibieza, la misma convicción que impulsó a Pío XI hace cien años: el mundo será plenamente humano solo cuando deje que Cristo sea su Rey.


    Jesús, Rey nuestro, ordena nuestro corazón y ordena también nuestro mundo para que en ambos brille la paz que nace de tu verdad. Amén.

sábado, 22 de noviembre de 2025

UN CÁNTICO NUEVO


        En esta fiesta de Santa Cecilia, patrona de los músicos, la liturgia de las horas nos ofrece un largo y bello texto de San Agustín, en el que el santo Doctor de la Iglesia comenta el Salmo 32. 

Dad gracias al Señor con la cítara… cantadle un cántico nuevo”. Y Agustín explica que no basta con afinar el instrumento o la voz, sino que es la vida entera la que debe convertirse en un canto. “El cántico nuevo”, dice, “no es para el hombre viejo, sino para el hombre renovado, nacido de la gracia”. Un cántico que no se apoya en melodías humanas, sino que procede de una música diferente: la que nace en un lugar donde ya no alcanzan las palabras, un júbilo que brota del corazón cuando descubre a Dios.


    Nuestra existencia, vista desde la fe, es como una partitura misteriosa. Todo está escrito en un pentagrama invisible que no es de este mundo: comenzamos con una clave que no se parece a ninguna de nuestras claves musicales, una clave celestial que solo el Espíritu puede descifrar. Y en cuanto el alma aprende a mirar así la realidad, empieza a descubrir que nada es casual; todo, incluso lo que parece disonante, forma parte de una armonía secreta que acompaña el canto silencioso de los ángeles. Vivir es aprender a escucharla. Vivir es también interpretar esa melodía interior, donde cada acto de amor, cada fidelidad pequeña, cada entrega, es una nota que se integra en la gran sinfonía de Dios.


    San Agustín nos recuerda que esta música no se canta solo con palabras. Llega un momento en que la alegría es tan grande que las palabras sobran, y solo queda el júbilo: un sonido puro que brota de un corazón que no puede callar. Es el canto de los que, aun sin saber expresarlo, saben que han sido tocados por la gracia. En esta fiesta de Santa Cecilia volvemos a escuchar esa invitación: dejar que nuestra vida entera se convierta en un cántico nuevo, interpretado con maestría y con júbilo, afinado por el Espíritu, sostenido por la armonía eterna de Dios.


    Señor Jesús, concédenos la gracia de que todo lo que somos —nuestros gestos, nuestros silencios, nuestros días de rutina y nuestras noches oscuras— entre a formar parte de la melodía que Tú compones en nosotros. Haznos vivir desde esa música que no envejece, la que nace del cielo y vuelve al cielo. Que nuestra vida sea un cántico nuevo para la gloria del Padre. Amén.

viernes, 21 de noviembre de 2025

MI CIELO ES AHORA


   

  “Él contestó al que le avisaba: ‘¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?’ Y, extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: ‘Estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre’” (Mt. 12,48-50).


    Ayer asistí a una muy interesante conferencia del Dr. Mario Alonso Puig, y me llamó la atención una idea luminosa: no podemos hipotecar el presente en aras del futuro. No es solo la meta la que debe hacernos felices, sino también el camino que recorremos. Para un cristiano, ese camino es camino de cruz, pero no por ello deja de ser un camino de auténtica alegría. Esa felicidad desbordante estuvo presente en la vida de los apóstoles durante el seguimiento de Jesús en los días de su vida mortal, y todavía más después de la Ascensión y de la venida del Espíritu Santo. De la misma manera, el Espíritu que se derramó sobre la Santísima Virgen María, y que recibimos también nosotros, hace que nuestro caminar en pos de Cristo sea un camino de gozo incluso humano, compatible con el dolor, con los fracasos y con las persecuciones. Él mismo nos lo prometió: “la paz os dejo, mi paz os doy” (Jn. 14,27); y también: “entonces se alegrará vuestro corazón, y esa alegría nadie os la podrá quitar” (Jn. 16,22).


       La palabra de Jesús, que escuchamos en el Evangelio de esta fiesta de la Presentación de la Santísima Virgen, nos devuelve a lo que es verdaderamente central. La auténtica identidad del discípulo nace de hacer la voluntad del Padre aquí y ahora. Somos familia de Cristo cuando vivimos como Él, cuando el querer del Padre se convierte en nuestra propia alegría. Y el camino que Jesús nos invita a recorrer, un camino con su cruz y con su luz, ya es parte del paraíso que buscamos. Nuestra meta no se encuentra solamente en el futuro: nuestra meta se encuentra también en el presente. Cada paso es nuestra meta, cada día, cada hora y cada minuto de nuestra vida son nuestra meta y nuestro cielo.


    Jesús, Señor mío, Tú que extiendes tu mano hacia tus discípulos y los llamas hermanos, haz que viva cada instante como un don tuyo. Dame entrar en tu voluntad con paz y dejarme inundar por tu alegría. Que mi presente sea tu presencia, y que mi camino, unido a ti, sea ya comienzo del cielo que deseo. Amén.