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lunes, 23 de junio de 2025

EL CAMINO DEL CREYENTE


    “El Señor dijo a Abrán: “Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti una gran nación, te bendeciré, haré famoso tu nombre y serás una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan, y en ti serán benditas todas las familias de la tierra”. Abrán marchó, como le había dicho el Señor” (Gn. 12,1-4).


    Comenzamos hoy, tras la solemnidad del Cuerpo de Cristo, a leer y recorrer en el Génesis el largo camino de Abraham. Es el camino del creyente, que nace siempre con una palabra que llama, que interpela, que invita a dejar para recibir, a soltar para abrazar, a perder para ganar… en una palabra: a confiar. Abraham no recibe instrucciones claras ni garantías visibles. Solo una promesa, una voz, una bendición. Y esa palabra —que resuena con fuerza desde el otro lado del río— lo arranca de su tierra, de su casa, de su seguridad, y lo pone en marcha hacia un lugar desconocido, pero lleno de promesas.


    Así es también nuestra fe: una aventura en la que no controlamos los tiempos ni los paisajes, pero sí confiamos en Aquel que nos ha hablado. La vocación de Abraham es también la nuestra: todos somos llamados a salir, a ponernos en camino, a dejar atrás seguridades viejas y a fiarnos del Dios siempre joven que nos guía. Y esa fe, humilde y caminante, se convierte en bendición: “en ti serán benditas todas las familias de la tierra”. Porque cuando uno cree, cuando uno se abandona y camina, otros también encontrarán esperanza y ayuda. 


    Dios de Abraham, Dios que llamas y prometes, haz de mí un creyente en camino. Que no me quede encerrado en mis seguridades ni en lo que ya conozco. Que no me aferre a mis tierras, ni a mis afectos, ni a mis logros. Enséñame a fiarme de tu voz, a dejarme guiar por tu Palabra, a salir de mí mismo hacia la tierra que Tú me mostrarás. Y que mi vida, como la de Abraham, pueda ser también una bendición para otros. Amén.

domingo, 22 de junio de 2025

HAMBRE DE DIOS


    “Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en descampado”. Él les contestó: “Dadles vosotros de comer”. (Lc. 9,12-13)


    Nuestro tiempo no es tan distinto de aquella multitud. Vivimos un en una sociedad que busca saciarse, pero no sabe de qué. El hambre que sufre el alma de los hombres y mujeres de hoy es intensa, aunque muchas veces disfrazada. Se multiplica el consumo, se busca la eficacia, se exaltan los logros humanos, se acumulan bienes y experiencias. Pero todo eso, aunque pueda satisfacer por un momento, deja un poso de vacío. El corazón no se llena con lo que se compra, ni con lo que se exhibe, ni con lo que pasa. El corazón necesita algo que permanezca. Algo, o mejor dicho, Alguien.


    Por eso, la súplica de aquellos hombres y mujeres —“Señor, danos siempre de ese pan”— sigue siendo nuestra súplica. Y sigue siendo también una súplica confundida con otros deseos. Queremos ser felices, ser amados, encontrar paz… pero no siempre sabemos que lo que en realidad anhelamos es a Jesús. Y Él responde con la misma claridad de entonces: “Yo soy el pan de vida”. No dice “yo tengo algo que daros”, sino “yo soy”. El don es Él mismo. No viene a regalarnos cosas que sacien nuestros sentidos o afectos desordenados, viene a regalarnos su Persona, a ofrecernos comunión con Él.


    Jesús, Pan vivo bajado del cielo, Tú no eres un consuelo pasajero, ni una alternativa espiritual entre muchas. Eres la Vida. No cualquier vida, sino la Vida eterna. Hoy, solemnidad del Corpus Christi, quiero renovar mi hambre de Ti. Tú eres el único Pan que da vida al mundo. Amén.

sábado, 21 de junio de 2025

COMO LOS PÁJAROS DEL CIELO


    “No andéis agobiados por vuestra vida, pensando qué vais a comer o qué vais a beber, ni por vuestro cuerpo, pensando con qué os vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento y el cuerpo más que el vestido?” (Mt. 6,25).


    Vivimos con frecuencia bajo el peso de agobios inútiles: el deseo de tener más, de asegurarlo todo, de mantener el cuerpo joven, ágil, fuerte. Nos cansamos trabajando por cosas que no llenan, y nos perdemos lo esencial. El cuerpo no es un objeto que poseamos, sino que es parte de lo que somos. Somos alma y cuerpo unidos, no máquinas que hay que optimizar, ni apariencias que hay que salvar. Y la vida —nuestra vida entera— vale infinitamente más que todo eso.


    Jesús nos invita a mirar a lo alto… y también a mirar alrededor: los pájaros del cielo, las flores del campo. No siembran ni hilan, y sin embargo el Padre los cuida. ¿Cómo no va a cuidar de nosotros si somos sus hijos? Quizás si los pájaros pudieran hablar entre ellos, se asombrarían al ver cómo vivimos. Se dirían unos a otros: “Pobrecitos los seres humanos, parece que ellos no tienen un Padre en el cielo que los ame”. Y sin embargo Jesús nos interpela diciendo: “¿No valéis vosotros más que ellos?”.


    Padre bueno, Tú que alimentas a los pájaros del cielo y vistes de hermosura las flores del campo, enséñame a confiar en tu cuidado. Líbrame de la obsesión por tener más, por aparentar más, por controlar lo que no puedo. Que mi cuerpo y mi vida sean vividos con paz, con libertad, con gratitud. Y que no olvide nunca lo más verdadero: que Tú estás conmigo para salvarme. Amén.


viernes, 20 de junio de 2025

TESOROS EN EL CIELO


    “No atesoréis para vosotros tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen y donde los ladrones abren boquetes y los roban. Haceos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que los roen, ni ladrones que abren boquetes y roban. Porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón.” (Mt. 6,19-21).


    Jesús no condena los bienes materiales, pero sí el peligro de vivir atrapados por ellos. Nos enseña a mirar más allá: todo lo que aquí se acumula, aquí se queda. Todo lo que se guarda solo para uno, se pierde. Pero lo que se entrega, lo que se comparte, lo que se ofrece por amor, permanece. No habla de despreciar el mundo, sino de una liberación interior: dejar de vivir preocupados por conservar, para empezar a vivir gustando la alegría de dar.


    El verdadero tesoro no se guarda, se utiliza, se distribuye, se comparte. No está en el oro, ni en el éxito, ni en el reconocimiento. Está en lo que hacemos y damos con amor y por amor. Cada gesto de fe, cada renuncia generosa, cada misericordia discreta, es un tesoro que no se oxida jamás, sino que conserva por la eternidad su rara belleza. Y poco a poco, si aprendemos a vivir así, nuestro corazón dejará de estar pegado a las cosas, para estar unido a Dios. Porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón.


    Jesús, Tú que fuiste libre y pobre, enséñame a reconocer con sinceridad qué es lo que valoro de verdad. Líbrame de vivir para acumular y ayúdame a hacer de mi vida un tesoro para el cielo. Que no me aferre a lo que perece, sino que me alegre en dar, en servir, en amar. Quiero que mi corazón esté contigo, donde está el verdadero tesoro. 

jueves, 19 de junio de 2025

LA ORACIÓN DEL HIJO


    “Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis. Vosotros orad así: Padre nuestro que estás en el cielo…” (Mt. 6,7-9).


    En el corazón del Sermón de la Montaña, Jesús nos enseña a orar. Pero no nos da solo una fórmula para recitar, sino un modo nuevo de situarnos ante Dios: como hijos que confían, no como siervos que suplican. El Padre Nuestro es oración, sí, pero es sobre todo escuela: nos educa en la sencillez, en la verdad y en la confianza.


    Jesús descarta la palabrería vacía, las fórmulas largas, protocolarias o interesadas, porque el Padre no necesita ser convencido: ya sabe lo que nos hace falta, nos cuida y nos ama. Lo que Él desea es un corazón despierto. Y así, la oración comienza no con nuestras urgencias, sino con el deseo de Dios: santificado sea tu nombre, venga tu Reino, hágase tu voluntad. Solo después presentamos nuestras necesidades: el pan de cada día, el perdón que sana, la fuerza para no sucumbir al mal.


    Cada palabra del Padre Nuestro está, pues,  llena de sentido. En pocas frases, nos da un mapa para orar bien y vivir mejor. Nos abre al misterio del Padre que nos conoce por dentro y nos invita a confiar sin temor. Cada vez que la rezamos, volvemos a recordar quiénes somos: hijos amados, no extraños, no pobres y olvidados mendigos. Por eso, no basta con recitarla: hay que dejarse formar por ella, dejar que nos enseñe a vivir desde Dios y hacia los hermanos.


    Jesús, Tú que orabas al Padre en el silencio de la noche y en la fatiga del día, enséñame a orar como Tú: con sencillez, con verdad, con abandono. Que cada palabra del Padre Nuestro sea para mí como una semilla viva que crece en mi interior. Que no me pierda en palabras, sino que me encuentre en la relación. Que aprenda a poner primero a Dios, y luego todo lo demás. Y que, al llamarlo Padre, me reconozca hijo. Amén.

miércoles, 18 de junio de 2025

EN EL TEMPLO INTERIOR


    “Cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará” (Mt. 6,6).


    Esta palabra de Jesús —en el Sermón de la montaña que seguimos leyendo— es una invitación directa a la interioridad. No se trata simplemente de buscar un espacio silencioso, sino de entrar en el santuario más profundo: el corazón. Tras haber recibido la efusión del Espíritu Santo, el cristiano ya no está solo; es habitado por una presencia. En lo más íntimo de su ser, el Santo Espíritu ora. Gime intercediendo por nosotros con gemidos inefables (Rom. 8,26). Su oración se une a la nuestra y la transforma en ofrenda viva, agradable al Padre.


    Cerrar la puerta significa cerrar las ventanas de nuestros sentidos interiores, acallar los ruidos de fuera, y también los de dentro, para sumergirse en ese templo escondido donde habita la Santísima Trinidad. No hay necesidad de muchas palabras. Basta con entrar, con saberse habitado, con presentarse ante Dios y dejarse mirar por Él. Allí, en lo secreto, Dios ve, actúa, ama, transforma y se entrega como recompensa.


    La oración que nace de la interioridad no se mide por el tiempo que dure ni por las palabras que diga, sino por su verdad, por su hondura, por el amor silencioso con que nos dejamos poseer por el Dios Uno y Trino que habita en nosotros.


    Padre mío, atráeme a lo secreto donde Tú estás. Enséñame a cerrar las puertas del ruido y del orgullo, y a permanecer en adoración en el fondo de mi alma, donde habita tu Espíritu, Espíritu de amor y de paz. Amén.

martes, 17 de junio de 2025

LA PERFECCIÓN EVANGÉLICA

    “Si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt. 5,46-48).


    Jesús nos sigue sorprendiendo en el Sermón de la montaña, invitándonos a salir de los estrechos límites del amor natural para entrar en el dinamismo del amor sobrenatural, divino. Amar a quien nos ama, saludar a quienes son amigos, no tiene nada de extraordinario: lo hacen todos, hasta aquellos que no conocen a Dios. Pero el Evangelio no se contenta con eso. Nos llama a amar con un corazón mucho más grande, capaz de acoger incluso al enemigo, de bendecir al que nos maldice, de perdonar al que nos hiere. Ese amor, que brota de su fuente purísima, que es Dios, y que Él mismo derrama sobre nosotros, es el que nos configura con su perfección.


    Sed perfectos”, dice Jesús. ¿Es eso posible? No se trata de una perfección que consista en la total ausencia de errores e imperfecciones, sino de una perfección del amor. El Padre hace salir el sol sobre buenos y malos, y envía la lluvia sobre justos e injustos. Su perfección consiste en su misericordia inagotable, en su ternura universal, en su amor sin condiciones. Ser perfectos como Él significa dejar que su amor nos habite, nos transforme y se manifieste en gestos concretos hacia todos, sin exclusión.


    Oh buen Jesús, enséñanos a amar como Tú: sin medida y sin condiciones. Danos un corazón nuevo, semejante al tuyo, humilde y lleno de mansedumbre, para que, amando incluso a quienes no nos aman, vivamos como verdaderos hijos del Padre. Amén.

lunes, 16 de junio de 2025

DESCONCERTANTE RADICALIDAD


    “Si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también el manto; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas” (Mt. 5,39-42).


    En el Sermón de la montaña, que escuchamos estos días en el Evangelio, Jesús nos propone una radicalidad desconcertante. En un mundo en que predomina la lógica del poder, los derechos y la fuerza, Él nos muestra el camino humilde y silencioso del amor gratuito, de la entrega generosa, del perdón sin condiciones. Sus palabras no son simples recomendaciones morales, sino que nos invitan a compartir su mismo modo de ser y de actuar. Jesús mismo, en la Pasión, fue abofeteado y no respondió con violencia; fue despojado y se entregó por completo; se le exigió caminar el camino del Calvario, y avanzó hasta la muerte, cargando con la cruz, sin condiciones, por puro amor.


    Al escuchar esta Palabra, se despierta en nuestro interior una resistencia natural: tememos la injusticia, el abuso, el aprovechamiento de los más desaprensivos... Pero la invitación del Maestro es clara e inequívoca, por encima de cualquier lectura simplista: romper el círculo vicioso del odio y de la venganza mediante la fuerza sorprendente y revolucionaria del amor. Este camino es difícil, pero es precisamente ahí, en esa entrega libre y confiada, donde experimentamos la verdadera libertad, la auténtica paz, y nos identificamos profundamente con Él, que dio todo por amor y sin reservas. A cada uno le toca buscar concreciones en su vida. 


    Jesús, enséñanos a amar con tu mismo Corazón, a entregarnos sin cálculos, a perdonar sin límites. Haznos comprender que, al vivir así, estamos construyendo tu Reino y participando plenamente de tu vida divina. Amén.

domingo, 15 de junio de 2025

TRINIDAD A QUIEN ADORO


    Hoy celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad. El icono de la Trinidad de Andrei Rublev, monje ortodoxo ruso del siglo XV, es una de las obras más bellas que ha producido el espíritu humano bajo la inspiración del Espíritu Santo. Es pintura, es teología, es oración silenciosa. Inspirado en el relato de los tres misteriosos visitantes que se presentan a Abraham en el encinar de Mambré (Gn. 18), Rublev no se detiene en el nivel literal, sino que eleva aquella escena hasta convertirla en una representación del Misterio trinitario, el misterio más alto de nuestra fe.


    Las tres figuras angélicas están sentadas en torno a una mesa, en una disposición circular que habla de unidad y comunión. Todas poseen la misma forma, los mismos rostros serenos, los mismos halos de luz. Sin embargo, hay distinciones sutiles, porque Dios es Uno y Trino. En el icono, la figura central es Cristo, el Hijo, con túnica azul y manto rojo: colores que evocan su divinidad y su humanidad. Él ofrece con la mano derecha el cáliz del sacrificio, mientras su rostro inclinado revela obediencia y entrega. Detrás de Él hay un árbol: el árbol de Mambré, pero también el árbol de la Cruz.


    A la izquierda del espectador se encuentra el Padre. Es la figura a la que se dirigen las miradas de los otros dos. Él es la fuente, el principio sin principio, el origen de la comunión. Su mirada está vuelta hacia el Hijo y su mano parece bendecir la ofrenda. Detrás de Él, la casa: símbolo del hogar eterno, de la morada del Padre evocada en la parábola del hijo pródigo, donde Él nos prepara el gran banquete de la misericordia.


    A la derecha del espectador se sienta el Espíritu Santo. Sus vestiduras tienen tonos verdes, color de vida, de esperanza, de renovación. Detrás de Él hay una montaña: figura del silencio, de la oración, del desierto donde el Espíritu conduce al alma para hablarle al corazón. El Espíritu es quien nos guía hacia lo alto, quien nos introduce en la intimidad divina, quien hace posible que nos sentemos a la mesa del Dios vivo.


    El centro de la imagen es la mesa, como altar. En ella, la copa del sacrificio. Todo confluye ahí. Pero hay algo más: frente a la mesa, delante del icono, hay un espacio vacío. Es el lugar reservado al que contempla. No se trata solo de mirar el misterio, sino de entrar en él. Ese espacio nos está reservado. Nosotros somos invitados a la mesa de Dios. El icono no es solo imagen: es llamada. Nos llama a la comunión. Nos llama a la santidad. Nos llama a ser morada del Dios trino y uno.


    Contemplar este icono es saborear, en silencio y con temor reverente, que Dios no es soledad, sino Amor eterno. Un Amor que se vuelca hacia nosotros y nos acoge. Un Amor que nos ha creado para que participemos de su gloria.


    Santísima Trinidad, misterio de comunión y de amor, abre mi alma al silencio donde Tú habitas. Llévame a la casa del Padre, sálvame por el sacrificio del Hijo, condúceme con el soplo del Espíritu Santo. Amén.

sábado, 14 de junio de 2025

PASO A PASO


    “No es un salto mortal de heroísmo lo que hace santo al hombre, sino el humilde y paciente camino con Jesús, paso a paso. La santidad no consiste en aventurados actos de virtud, sino en amar junto a él” Joseph Ratzinger (1927–2022)


    Vivimos en una cultura que exalta lo excepcional, los logros visibles, las hazañas que se celebran públicamente. Pero Dios no mide así la santidad. Lo decía con sencillez el futuro Papa Benedicto XVI: “No es un salto mortal de heroísmo lo que hace santo al hombre, sino el humilde y paciente camino con Jesús, paso a paso”. En un mundo que busca el brillo inmediato, la santidad se parece más al gesto de Jesús lavando los pies de sus discípulos, repetido cada día en mil gestos humildes de servicio, que al brillo de una medalla conquistada.


    La santidad es amar junto a Él. No amar como si fuéramos héroes, sino como los discípulos en el camino, aprendiendo, cayendo, volviendo a empezar. Es levantarse una vez más por amor, perdonar una vez más por amor, orar una vez más aunque no sintamos nada. La santidad no se improvisa ni se gana: se acoge y se recorre, paso a paso, con Él. Jesús no busca grandes atletas del espíritu, sino amigos fieles que le acompañen en los caminos ordinarios de la vida.


    Y este camino está al alcance de todos. Basta con estar dispuestos a caminar junto a Jesús cada día, en lo pequeño, en lo oculto, en lo pobre. Así se escribe la verdadera historia de la santidad.


    Jesús, Maestro y Amigo, enséñame a caminar a tu lado sin buscar grandezas ni reconocimientos, sin desear admiración ni aplausos. Que me baste amar contigo y por ti, y ser fiel en lo pequeño. Amén.

viernes, 13 de junio de 2025

ANTONIO “EL PEQUEÑO”


    “Dios todopoderoso y eterno,

que en san Antonio de Padua has dado a tu pueblo un predicador insigne y un intercesor en las necesidades, 

concédenos, con su ayuda, seguir las enseñanzas de la vida cristiana y experimentar tu protección en todas las adversidades”.

Oración colecta de la misa de San Antonio de Padua, doctor de la Iglesia (1195-1232)


    La fiesta de san Antonio “el pequeño” (se conoce por el Grande a San Antonio Abad) me conmueve siempre. Hay en él una ternura y una fuerza que no suelen darse juntas. Su imagen con el Niño Jesús, en brazos o sobre el libro de la Palabra de Dios, no es solo una representación piadosa, sino un retrato espiritual de su vida: san Antonio amó profundamente la infancia del Señor, no solo por propia devoción, sino por deseos de identificación. Amó y estudió con igual sinceridad la Sagrada Escritura, de la que llegó a ser Doctor. Quiso ser pequeño como Jesús, y deslumbrarse —no tanto por las grandezas divinas— sino por las humildades y pequeñeces de Dios.


    Fue también un gran hombre de letras, un intelectual respetado, un teólogo seguro y un predicador apasionado. Pero aun así, conservó la humildad y el silencio interior, sin exhibiciones. Su palabra nacía del fuego del Espíritu y de la vida oculta con Cristo en Dios. Se cuenta que era reservado, incluso callado, pero con una calidez cercana, afectuosa, que dejaba huella en quienes se le acercaban.


    La oración litúrgica de su fiesta recoge con precisión quién fue: un predicador insigne y un intercesor en las necesidades. Luz para quienes buscan orientación y sentido para sus vidas; consuelo para quienes suplican fuerza y ayuda. Luz, porque supo enseñar la vida cristiana con verdad y belleza. Consuelo, porque su intercesión se sigue haciendo notar en las vidas rotas, en todo tipo de necesidades, y en las urgencias del corazón.


    Ojalá podamos seguir de lejos a este gran santo. Ojalá nuestra vida, en su pequeñez, llegue a ser también un poco de lo que fue la suya: luz para el que camina sin rumbo, ayuda para el que sufre, consuelo para el que llora.


    Jesús, que hiciste de san Antonio un instrumento de tu luz y de tu ternura, haz que también nosotros seamos, para nuestros hermanos, presencia que ilumina y acompaña. Amén.


NOTA al cuadro de MURILLO:

La escena representa con gran ternura a san Antonio de rodillas ante el Niño Jesús, que aparece sentado sobre un libro —símbolo claro de la Palabra de Dios—, como se menciona en el texto.

La presencia de los ángeles en la parte superior añade una atmósfera celeste, luminosa y contemplativa.

La luz suave pero intensa que envuelve al Niño y al santo remite directamente a las palabras clave que intencionadamente repito: luz y consuelo. Esa luz no es solo decorativa: es espiritual, una luz que toca, transforma y consuela.

La actitud de ternura rendida de san Antonio ante Jesús Niño expresa con fuerza esa pequeñez deslumbrada que destaco.

jueves, 12 de junio de 2025

SACERDOTE PARA SIEMPRE


    Hoy es la fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote. Fiesta también de los sacerdotes. Me he acordado inmediatamente de una oración que leí hace años, mucho antes incluso de ordenarme yo mismo sacerdote. Está en un libro cuya lectura me marcó en mi juventud: Oraciones para rezar por la calle, y se trata de la Oración de un sacerdote el domingo por la tarde. Copio aquí un fragmento, y quizás no me sea necesario añadir nada más. Creo que esta oración hoy puedo rezarla con mucha más verdad que hace cincuenta años, y me atrevería a pedirles a ustedes que, al leerla, encomienden a todos sus sacerdotes, también a aquel que se dirige a ustedes cada día a través de este canal:


    Es duro amar a todos y no retener a nadie. Es duro estrechar una mano sin desear retenerla. Es duro inspirar afecto para entregártelo a Ti. Es duro no ser nada para uno mismo para serlo todo para los demás. Es duro ser como los demás, entre los demás, y ser un distinto. Es duro dar siempre sin intentar recibir. Es duro acercarse a otros sin que nadie se acerque. Es duro recibir secretos sin poder compartirlos. Es duro cargar a los demás y nunca ser cargado. Es duro sostener a los débiles sin poder apoyarte en alguien fuerte. Es duro estar solo, ante todos, ante el mundo, ante el sufrimiento, la muerte, el pecado.

    Hijo, no estás solo. Yo estoy contigo. Yo soy tú. Para proseguir mi Encarnación y Redención, te necesito. Necesito tus manos para bendecir, tus labios para hablar, tu cuerpo para padecer, tu corazón para amar, te necesito para salvar. Quédate conmigo, hijo.

    Aquí estoy, Señor; aquí mi cuerpo, aquí mi corazón, aquí mi alma. Hazme suficientemente grande para alcanzar el mundo, suficientemente fuerte para llevarlo, suficientemente puro para abrazarlo sin retenerlo. Hazme lugar de encuentro, pero solo un paso, un camino que no se detenga en sí mismo, porque todo lo humano debe conducir a ti.

Señor, esta noche, mientras todo calla y siento la mordedura de la soledad, mientras los hombres devoran mi alma y me siento incapaz de saciar su hambre, mientras el mundo pesa sobre mis hombros con todo su peso de miseria y pecado, Te repito mi “sí”: despacio, claro, humildemente, solo, Señor, ante Ti, en la paz del atardecer.”


Michel Quoist (1921-1997), Oraciones para rezar por la calle.