“Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis. Vosotros orad así: Padre nuestro que estás en el cielo…” (Mt. 6,7-9).
En el corazón del Sermón de la Montaña, Jesús nos enseña a orar. Pero no nos da solo una fórmula para recitar, sino un modo nuevo de situarnos ante Dios: como hijos que confían, no como siervos que suplican. El Padre Nuestro es oración, sí, pero es sobre todo escuela: nos educa en la sencillez, en la verdad y en la confianza.
Jesús descarta la palabrería vacía, las fórmulas largas, protocolarias o interesadas, porque el Padre no necesita ser convencido: ya sabe lo que nos hace falta, nos cuida y nos ama. Lo que Él desea es un corazón despierto. Y así, la oración comienza no con nuestras urgencias, sino con el deseo de Dios: santificado sea tu nombre, venga tu Reino, hágase tu voluntad. Solo después presentamos nuestras necesidades: el pan de cada día, el perdón que sana, la fuerza para no sucumbir al mal.
Cada palabra del Padre Nuestro está, pues, llena de sentido. En pocas frases, nos da un mapa para orar bien y vivir mejor. Nos abre al misterio del Padre que nos conoce por dentro y nos invita a confiar sin temor. Cada vez que la rezamos, volvemos a recordar quiénes somos: hijos amados, no extraños, no pobres y olvidados mendigos. Por eso, no basta con recitarla: hay que dejarse formar por ella, dejar que nos enseñe a vivir desde Dios y hacia los hermanos.
Jesús, Tú que orabas al Padre en el silencio de la noche y en la fatiga del día, enséñame a orar como Tú: con sencillez, con verdad, con abandono. Que cada palabra del Padre Nuestro sea para mí como una semilla viva que crece en mi interior. Que no me pierda en palabras, sino que me encuentre en la relación. Que aprenda a poner primero a Dios, y luego todo lo demás. Y que, al llamarlo Padre, me reconozca hijo. Amén.
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