“Id y proclamad que ha llegado el reino de los cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios. Gratis habéis recibido, dad gratis. No os procuréis en la faja oro, plata ni cobre; ni tampoco alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; bien merece el obrero su sustento” (Mt. 10,7-10).
El Evangelio no se anuncia como en la publicidad comercial, ni se propaga mediante estrategias humanas. Jesús envía a los suyos sin alforja, sin reservas, sin doblez. Los envía con las manos vacías, pero con el corazón lleno. Lo que han recibido gratuitamente —la salvación, la vida nueva, la luz de la fe— deben darlo también gratuitamente, sin apropiárselo ni convertirlo en moneda de cambio. No se trata tanto de convencer a las gentes cuanto de curarlas; no de imponerse sobre ellas, sino de liberarlas. La autoridad para resucitar muertos o expulsar demonios no proviene de una técnica, como algunos creen, ni de la eficacia de una oración, sino de la fe y de la comunión con el Señor.
Este estilo de vida pobre, libre y entregado es la gran fuerza del Evangelio. Es un modo de vivir que parte de la confianza en la Providencia y no se protege con seguridades humanas. El enviado es sostenido por Aquel que lo envía, y vive para dar gracia, no para acumular méritos. El obrero, dice Jesús, merece su sustento: quien vive para Dios y se entrega a los demás nunca será abandonado. También hoy nos llama a anunciar su Reino con gestos de vida y palabras de verdad, confiando solo en Él.
Jesús, que me envías pobre y libre a anunciar el Evangelio, concédeme la gracia de anunciarte sin buscar nada para mí, y con la alegría de haber recibido todo de ti. Amén.
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