“Si tu hermano te ofende, repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo; si te ofende siete veces en un día, y siete veces vuelve a decirte: ‘Me arrepiento’, lo perdonarás». Los apóstoles le dijeron al Señor: «Auméntanos la fe». El Señor dijo: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’, y os obedecería” (Lc. 17,3-6).
El Evangelio de hoy une dos cosas que no suelen vincularse fácilmente: el perdón y la fe. Jesús manda perdonar siempre, sin cansarse, sin límites. Y los apóstoles, al escuchar esa exigencia tan radical, no piden más fortaleza ni más paciencia, sino más fe. Comprenden que solo quien cree profundamente puede perdonar de verdad. No se trata de una habilidad emocional, ni siquiera de una disposición moral, sino de una confianza en el poder de Dios que actúa en el corazón humano. El perdón nace de la fe, y la fe se fortalece en el perdón.
Ayer lo comprendí de un modo distinto e inesperado. Por la mañana, celebrando dos misas en una hermosa y muy visitada capilla de Sevilla, tuve la impresión de que muchos asistían como espectadores de un rito bello, más que como participantes en un misterio de comunión. Por la tarde, en cambio, estuve en un gran banquete fraterno que duró cinco horas, organizado por una Hermandad que da culto al Santísimo Sacramento en el pueblo en que vivo; y, para mi sorpresa, allí encontré un ambiente de verdadera comunión: las risas, las conversaciones, los recuerdos y las anécdotas compartidas, el homenaje a los hermanos que cumplían cincuenta años en la Hermandad… todo respiraba una alegría profundamente humana y, a la vez, suavemente divina. Al final de las distintas intervenciones todos repetían las mismas palabras: “Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar”.
En aquel salón, que había sido una bodega, comprendí que también allí se hacía presente el Señor. Porque la comunión no es solo un gesto litúrgico, ni se agota en la recepción del Sacramento: es la participación sincera en la vida del otro, la fraternidad auténtica, el perdón ofrecido, la comprensión mutua, la alegría contagiosa. Cuando las personas se sientan juntas en torno a la mesa, cuando comparten el pan y el vino, cuando se escuchan, se perdonan y se alegran de verse, entonces Cristo mismo pasa de nuevo en medio de ellas, y su presencia aumenta nuestra fe.
Señor Jesús, enséñanos a descubrirte en la mesa donde compartimos la vida. Que sepamos reconocer tu presencia tanto en el altar como en la alegría fraterna. Auméntanos la fe para poder perdonar siempre, y para vivir en comunión contigo y entre nosotros. Amén.
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