“Los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo. Ellos se postraron ante Él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría” (Lc. 24,50-52).
La Ascensión es un misterio pascual extraordinario: Jesús se eleva al cielo, desaparece a los ojos de los suyos, y sin embargo no hay tristeza en sus corazones, sino una alegría incontenible. ¿Cómo explicar esta paradoja? ¿Cómo puede el corazón alegrarse cuando ya no se ve más al Amado, cuando las manos no pueden tocarlo, cuando la voz que encendía sus almas ya no se escucha con los oídos?
La respuesta está en la nueva forma de presencia que Jesús inaugura con su Ascensión. Él no se va para alejarse, sino para estar más cerca, íntimamente unido a los suyos. Sube al cielo y, al mismo tiempo, desciende al santuario más profundo: el corazón humano. Ya no camina a nuestro lado como un compañero visible, pero está más cerca que nunca, en lo secreto, en lo escondido, en ese espacio interior donde sólo Dios puede habitar. Ya no es el Jesús de fuera, sino el Emmanuel dentro: Dios con nosotros, Dios en nosotros.
Por eso, los apóstoles regresan con alegría. Han comprendido que, aunque los ojos no lo vean, el corazón puede acogerlo y vivir de su Presencia. Saben que Él vive y reina, no solo en la Gloria del cielo, sino en la humildad de cada alma que lo ama. Él ha convertido el corazón de los suyos en su trono, en su casa, en su morada. Desde ahora, todo lo que miren, hagan, vivan o sufran, tendrá un sentido nuevo: el Señor está en ellos. Y esta certeza los llena de fuerza, de paz y de júbilo.
Jesús, Señor ascendido a los cielos, Rey glorioso y Salvador escondido en nuestros corazones, ven y reina en mí. Aunque mis sentidos no te perciban, hazme vivir con la certeza de que Tú moras en mí. Que no te busque lejos, ni en las alturas, ni en los signos exteriores, sino en lo más hondo de mi alma, donde te complaces en habitar. Que cada latido sea un eco de tu presencia, y cada silencio, una ocasión para escucharte. No permitas que olvide jamás que, cuando subiste al cielo, bajaste al humilde jardín de mi corazón. Hazme templo vivo de tu amor, santuario de tu ternura, hogar donde puedas descansar. Y cuando me asalten las dudas, la soledad o el miedo, recuérdame, Señor, que Tú vives en mí y no estoy solo, porque eres Emmanuel para siempre. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario