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domingo, 11 de mayo de 2025

¿QUIÉN COMO DIOS?


    Este sábado, acompañando a un grupo de peregrinos, estuve en el santuario subterráneo consagrado a san Miguel en el Monte Gárgano (Italia).

    En lo alto de este monte, el cielo parece rozar la tierra y el silencio, a pesar de los numerosos turistas y peregrinos, tiene un sentido sagrado y misterioso. Se respira un aire antiguo que tiene aromas de humedad, pero también de cera y de oración. Parece que uno todavía puede escuchar la voz del arcángel que proclama: “Yo soy Miguel, el príncipe de los ejércitos del Señor”.


    No se trata de una evocación poética ni tampoco de pura imaginación: se palpa una presencia. La gruta no es un simple espacio subterráneo, sino un espacio que no fue consagrado por manos humanas —por las del obispo que pretendía hacerlo—, pues el mismo san Miguel afirmó que no era necesario: estaba ya consagrada por el mismo Dios. Y esa presencia no es decorativa ni simbólica. En este lugar, todo indica que se libra una batalla invisible, un combate espiritual que compromete las almas y la historia humana. Como reza una de las numerosas lápidas que, parafraseando el libro del Génesis, marcan la entrada a aquel templo: “¡Qué terrible es este lugar! ¡No es sino la casa de Dios y la puerta del cielo!” (Gn. 28,17).


    Lugar terrible: porque en él se entabla un singular combate que no precisa de espadas ni de otras armas terrenales, sino que se libra con armas invisibles como la fe, la oración, la adoración y todas las virtudes. Terrible también porque Miguel es “¿quién como Dios?”, y su nombre no es algo caprichoso ni aleatorio, sino una pregunta que confunde al soberbio y fortalece al humilde. En este lugar santo, el alma percibe muy de veras esa lucha espiritual que para nosotros comenzó con una sonora derrota en el Paraíso y que sigue atravesando la historia de los hombres y los pueblos.


    El santuario se encuentra en una gruta, pero no imaginemos algo oscuro, porque está bañada de una luz que desciende de la altura. Así debe ser el santuario de nuestro propio corazón: profundo e iluminado. La gruta, honda y abierta, recuerda que también el corazón necesita abrirse al “sol que nace de lo alto”. Porque el combate más esforzado e importante no es el que libramos a veces contra nuestros semejantes, sino el que libramos dentro de nosotros mismos contra las potencias tenebrosas del mal que nos acechan: allí donde san Miguel y sus ángeles quieren entrar como defensores y protectores, como heraldos del único que merece el nombre de Señor.


    Acostumbrémonos a orar usando la oración compuesta por el Papa León XIII:

    San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla. Sé nuestro amparo contra la perversidad y asechanzas del demonio. Reprímale Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la celestial milicia, arroja al infierno con el divino poder a Satanás y a los otros espíritus malignos que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén.

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