“La mujer, cuando va a dar a luz, siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero, en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre. También vosotros ahora sentís tristeza; pero volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría” (Jn. 16,22).
La oración es lugar de espera confiada. No siempre oramos desde la plenitud, ni desde la claridad, ni desde el gozo. A menudo lo hacemos en la noche, con el alma cansada o herida, como quien lleva dentro un anhelo que no termina de saciarse. Pero si permanecemos allí, aunque no veamos nada, aunque no entendamos nada, la oración se convierte en una especie de matriz espiritual donde algo nuevo se está gestando. No lo vemos aún, pero la promesa late. Jesús volverá, y entonces, dice Él, “nadie os quitará vuestra alegría”.
La oración no es el instante del alumbramiento, sino ese tiempo de dolor esperanzado, como el de la mujer que da a luz. Aparentemente no pasa nada, pero todo está ocurriendo. Y el que ora, aun cuando ahora llora, ya pertenece secretamente a la alegría que un día vendrá a iluminarle. Porque la oración es también anticipación: al abrir el corazón a Dios, algo de su luz futura ya nos roza, algo de su consuelo eterno empieza a nacer en nosotros.
Jesús, aunque muchas veces no te vea, aunque me falten las fuerzas o no entienda tus tiempos, quiero permanecer en oración, como quien espera la alegría verdadera. Amén.
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