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domingo, 18 de mayo de 2025

ESPERANZA PARA DÍAS GRISES


    “Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo. Y oí una gran voz desde el trono que decía: ‘He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el “Dios con ellos” será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido’. Y dijo el que está sentado en el trono: ‘Mira, hago nuevas todas las cosas’” (Ap. 21,1-5).


    Hay momentos en que el alma se fatiga. No por grandes catástrofes, sino por esa erosión que provoca el paso del tiempo, los errores repetidos, las esperanzas aplazadas. Nos sentimos muy pequeños y desanimados ante nuestras propias caídas, nos amenaza la tibieza, nos pesa el cansancio, y hay días en que todo parece venirse abajo. En ese contexto interior, la Palabra de Dios no llega para acusar, sino para consolar. No dice: ¿Dónde estabas? ¿Qué has hecho?, sino: “Mira, hago nuevas todas las cosas”. Es el lenguaje de la ternura divina que se abre paso en medio de los escombros de nuestra vida.


    Ansiamos ese cielo nuevo y esa tierra nueva no como evasión, sino como promesa. No como sueño ilusorio, sino como verdad segura. Porque no se trata de algo que tengamos que construir con nuestras pobres manos, sino de un don que desciende desde Dios. La nueva Jerusalén no sube desde la tierra: baja del cielo. Es una ciudad adornada por el Esposo, don del Padre, para sus hijos cansados. Y su verdadera belleza no son las piedras preciosas, sino la presencia de ese Dios que morará con nosotros: Emmanuel. El mismo que un día lloró en Belén, ahora enjuga nuestras lágrimas. El mismo que murió en la cruz, ahora vence la muerte para siempre. El mismo que nos acompaña en la Eucaristía, se nos dará un día sin velos y sin sombras.


    Ya no habrá llanto ni dolor. Pero aún más: no habrá miedo. Ya no viviremos pendientes de no perder lo poco que tenemos, porque lo tendremos todo en Él. Esta promesa no hace estéril nuestro presente, sino que lo transforma. Porque desde ahora, aunque a veces lloremos, nuestras lágrimas no son definitivas. Porque aunque muramos, no es para siempre. Porque aunque fracasemos, no es el final. El que está sentado en el Trono nos lo ha dicho: “Mira, hago nuevas todas las cosas”.


    Oh Jesús, bendito Emmanuel, Tú que conoces mi cansancio y mis heridas, ven a morar en mí. Sé mi cielo nuevo, mi tierra nueva, mi Jerusalén santa. Enjuga Tú mismo mis lágrimas, y que cada día, aun los más grises, siga escuchando en mi alma esa promesa: “Mira, hago nuevas todas las cosas”. Amén.

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