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lunes, 19 de mayo de 2025

EL AMOR BUSCA POSADA

 


    “Respondió Jesús y le dijo: El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió” (Jn. 14,23-24).


    Jesús no se conforma con realizar visitas ocasionales a nuestra alma: desea hacer en ella su morada. Porque el verdadero amor no busca vivir momentos aislados, sino permanecer. Por eso dice: “El que me ama guardará mi palabra”, es decir, vivirá desde dentro de esa Palabra, como quien la respira, como quien la custodia en el corazón; y esto con la ternura y el celo del que protege un fuego encendido en medio del viento. Si lo amamos, Él viene con el Padre y habita en nosotros. Y no como huésped pasajero, sino como el Dueño y el Amigo, como el Amor mismo que transforma nuestra vida desde dentro.


    Esta certeza nos ofrece una luz nueva: hemos sido creados para ser esta morada, para ser habitados por Dios. Ya no caminamos sin rumbo, ni nos agotamos buscando fuera lo que solo se encuentra en el centro del alma, allí donde Dios nos espera. Solo cuando descubrimos este ideal —alto, claro, exigente— se ordena nuestra vida. Ya no hay cansancio estéril, sino esfuerzo alegre por alcanzar aquello que da sentido a todo. Porque si Dios quiere habitar en mí, ¿cómo no prepararle un alojamiento adecuado? ¿Cómo no abrirle la puerta y entregarle las llaves?


    Y sin embargo, tememos esa entrega. Sabemos que implica dejarlo todo, que nos va a doler el desprendimiento de nosotros mismos, que la cruz es inseparable del amor verdadero. Pero también intuimos que no hay plenitud sin ese paso. Jesús no pone límites a su amor: lo da todo, y espera una respuesta total. Pero no exige imposibles. Quiere nuestra pequeñez, nuestra miseria, nuestro barro: cuanto más pobre el material, más brilla la obra del artista. Y así, lo que parecía un alma indigna, se convierte en santuario del Dios viviente.


    La clave está en una fe decidida: creer en su amor, vivir desde esa certeza, responder con actos concretos. “Tu fe te ha salvado”. Esa fe que confía, que se entrega, que espera, que se deja amar hasta el fondo. Esa fe es la puerta que abre el alma a la inhabitación de Dios.


    Señor Jesús, Amor fiel y eterno, ven y haz morada en mí. No tengo nada que ofrecerte sino mi deseo sincero de amarte. No soy digno de que entres en mi casa, pero Tú quieres habitar en mí. Aumenta mi fe, enciende mi generosidad, quema mis miedos con el fuego de tu Espíritu Santo. Que mi alma sea tu casa y tu descanso. Así sea.

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