“(Dijo Pedro:) ‘Haremos tres tiendas: para ti, otra para Moisés y otra para Elías’. No sabía lo que decía. Todavía estaba diciendo esto, cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se llenaron de temor al entrar en la nube. Y una voz desde la nube decía: Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo” (Lc. 9,33-35).
Cuando uno se siente mal por estar acatarrado y no parar de toser, es normal echar de menos otros momentos “sublimes” y sentirse apesadumbrado por no poder hacer nada que parezca valer la pena. Pero el Evangelio de hoy nos saca de esta ilusión y nos devuelve a la realidad.
Pedro, deslumbrado por la visión de Jesús transfigurado, busca hacer algo para retener aquel momento glorioso: “Haremos tres tiendas”. Quiere tomar el control de su experiencia religiosa, fijarla, hacer algo por Dios. Pero la voz del Padre lo corrige: no se trata tanto de hacer, cuanto de escuchar, de permanecer abierto a la acción de Dios. “Escuchadlo”, dice la voz del Padre. Es una llamada a la docilidad, a la receptividad, a dejar que Dios sea quien actúe en nuestras vidas, quien tome el control, antes que querer actuar nosotros por nuestra cuenta.
A menudo caemos en esa trampa. Creemos que nuestra vida espiritual depende de lo que hacemos para Dios: oraciones, ayunos, obras de caridad, grandes compromisos apostólicos. Pero olvidamos que lo esencial no es lo que hacemos por Él, sino lo que Él hace por nosotros. Nos gustaría quedarnos en el monte Tabor, en la experiencia de lo extraordinario, pero Dios nos espera en la llanura de lo cotidiano. Nos llama a descubrirlo en la rutina sencilla de cada día: en el bajar la basura al contenedor, en el vaciar la lavadora y tender la ropa, en el conducir desde casa al trabajo, en el escuchar con atención a un miembro de nuestra familia triste o agobiado… Ahí también está Él; ahí podemos y debemos encontrarlo. Todo es ocasión para vivir en el amor, el abandono y el servicio.
Señor Jesús, enséñame a escucharte en el silencio de mi corazón y en la sencillez de la vida diaria. Que no te busque solo en experiencias “sublimes y religiosas”, sino que sepa encontrarte en cada pequeño acto de amor y de olvido propio. Amén.
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