Páginas

sábado, 8 de marzo de 2025

FUERTE LLAMADA A LOS PECADORES


    Vio Jesús a un publicano llamado Levi, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: Sígueme. Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió. Leví ofreció en su honor un gran banquete en su casa, y estaban a la mesa con ellos un gran número de publicanos y otros” (Lc. 5,27-29).


    Señor Jesús, qué dulce es el poder de tu mirada, qué persuasiva es la fuerza de tu Palabra. No pronuncias un sermón, no lanzas reproches, no recriminas nada, no enumeras las faltas del pasado. Solo miras, y en esa mirada arde un amor que interpela y transforma. De esta manera viste a Leví, un hombre manchado por la codicia del dinero, quizá también por el desprecio de los demás. Pero a ti no te detienen las apariencias ni los juicios de los hombres. Le llamaste sin condiciones, sin exigencias previas, solo con una petición sencilla: “Sígueme”.


    Y él, sin dudar, sin ofrecer resistencia, sin decir una sola palabra, obedeció. Su respuesta no fue un discurso ni una excusa, sino una obra perfecta de amor: se levantó de inmediato y te siguió. 

    ¿Cómo no admirar la prontitud de su alma? ¿Cómo no desear que así sea también mi respuesta? Que nada nos retenga, Señor: que ninguna cadena de hábitos adquiridos, de miedos o de pecados nos ancle al pasado. Solo Tú importas.


    Leví no se conformó con seguirte. Su corazón ardía con una alegría nueva, tan grande que necesitaba celebrarla, compartirla, porque era desbordante. Su casa se abrió de par en par, y un banquete espléndido se preparó en tu honor. No era solo una comida, era el signo de su gozo, el reflejo de su alma renovada. Qué hermoso es ver cómo tu llamada no causa tristeza, como pareció mostrar el joven rico, sino fiesta; cómo el encuentro contigo ni reprime ni deprime, sino que ensancha el corazón.


    Y en aquella mesa, Señor, estabas Tú, rodeado de publicanos, de pecadores, de aquellos que nunca habrían imaginado ser dignos de tu presencia. Sin embargo, allí estaban, sentados contigo, y no temían. No se sentían juzgados ni condenados, sino acogidos. Tú no te avergonzaste de ellos, no te alejaste de su miseria. Al contrario, hiciste de su mesa tu morada, y de su compañía tu alegría. Desde aquel día, te vemos siempre rodeado de pecadores, buscándolos, llamándolos, sanándolos. En ti, Jesús, hay esperanza para el que se siente perdido. En Ti, hay hogar para el que nunca lo tuvo.


    Señor mío, si un publicano pecador pudo acoger tu amor y abrir su casa para ti, ¿qué excusa pondría yo para no hacerlo? Hazme, como Leví, pronto y generoso en tu seguimiento. Hazme también testigo de tu misericordia, para que otros muchos, al verme, sientan el deseo de conocerte, de sentarse contigo a tu mesa, de dejarlo todo por ti. Amén. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario