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martes, 4 de noviembre de 2025

CULTIVANDO LAS VIRTUDES



    “Que vuestro amor no sea fingido; aborreciendo lo malo, apegaos a lo bueno. Amaos cordialmente unos a otros; que cada cual estime a los otros más que a sí mismo; en la actividad, no seáis negligentes; en el espíritu, manteneos fervorosos, sirviendo constantemente al Señor. Que la esperanza os tenga alegres; manteneos firmes en la tribulación, sed asiduos en la oración; compartid las necesidades de los santos; practicad la hospitalidad. Bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí, no maldigáis. Alegraos con los que están alegres; llorad con los que lloran. Tened la misma consideración y trato unos con otros, sin pretensiones de grandeza, sino poniéndoos al nivel de la gente humilde. No os tengáis por sabios” (Rm. 12,9-16).


    Desde hace semanas, en la misa de cada día, venimos leyendo la Carta a los Romanos, y hoy entramos en su tramo final, la parte exhortativa o parenética. San Pablo, como un buen padre espiritual, condensa en unas líneas lo esencial de la vida cristiana. Es como un pequeño tratado de virtudes que el creyente ha de cultivar: actitudes interiores que sostienen el alma y la hacen vivir según el Espíritu. Comienza, como no podía ser de otro modo, por la caridad: “Que vuestro amor no sea fingido”. El amor es la primera virtud del cristiano, raíz de todas las demás. Ha de ser un amor sin doblez ni mentira, un amor verdadero, limpio, que nace del Corazón de Cristo. Amar al prójimo como a uno mismo, e incluso estimarlo más que a uno mismo, es el principio y la prueba de una vida verdaderamente evangélica.


    Después el apóstol exhorta al fervor y al celo: “En el espíritu, manteneos fervorosos, sirviendo constantemente al Señor”. No se puede vivir la fe con tibieza ni con desgana. El cristiano está llamado a vivir con intensidad, con tensión interior, con el corazón “levantado”, haciendo todo para el Señor. En esa tensión espiritual se sostienen la esperanza, que alegra el alma; la fortaleza, que la mantiene firme en la tribulación; y la oración, que ha de llenarlo todo como un óleo perfumado que unge la vida cristiana. La oración es el aliento del alma, su descanso y su fuerza.


    San Pablo concluye con una llamada a la bendición y a la humildad. “Bendecid a los que os persiguen.” El amor auténtico no se detiene ante el mal recibido, sino que responde con paciencia y con perdón. Bendecir siempre: a los cercanos y a los lejanos, a los que nos entienden y a los que nos hieren, para que todo en nosotros sea fuente de paz. Ser empáticos, identificarnos con los demás, “alegrarnos con los que están alegres y llorar con los que lloran”. Y todo esto desde la humildad, sin grandes pretensiones, sin creerse más que nadie, sin tenerse por sabios. Porque la verdadera sabiduría no nos empuja a dar lecciones, sino a dejarnos guiar por Dios.


    Señor Jesús, enséñanos a vivir en el amor sincero, en el fervor del espíritu y en la alegría de la esperanza. Haznos hombres y mujeres de oración, que sepan bendecir siempre y caminar humildemente contigo. Amén.

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