“Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros” (Jn. 15,12-17).
Siguiendo el tema de la oración que comenzamos hace unos días, hemos de añadir al hilo del Evangelio de hoy que orar es amar. No de forma genérica, sino muy concreta: amar como Jesús nos ha amado, con un amor que no se queda en las palabras sino que se entrega, que da la vida, que busca el bien del otro, que produce frutos permanentes. Por eso, la oración verdadera está llena de amor: amor recibido, amor ofrecido, amor compartido. Jesús nos enseña que la oración no es evasión ni refugio, sino comunión y envío. En la intimidad con Él, somos transformados para vivir como amigos suyos, para conocer el corazón del Padre y para hacer presente en el mundo su mandamiento más grande.
La oración es puente. Nos abre a Dios, nos saca de nosotros mismos, nos arranca del egoísmo y de la soledad, y nos envía hacia los demás con un corazón nuevo. No es una torre de marfil donde contemplarnos, ni una burbuja de consuelo que nos aleje del mundo. Es el fuego encendido en el alma que arde con obras. El amor orante es el que se concreta en gestos, en palabras que curan, en silencios que acompañan, en tiempo ofrecido, en heridas compartidas. El que reza y no ama, no ha entrado todavía en la verdad de la oración. Porque la oración, cuando es verdadera, siempre da fruto.
Jesús, Amigo, Tú me has elegido y llamado por mi nombre. Tú has abierto para mí el camino del amor. Enséñame a orar como Tú, con el corazón puesto en el Padre y los brazos extendidos hacia mi prójimo. Que mi oración no me encierre en mí, sino que me lance a dar la vida. Que sea fuego que me consuma por dentro y me impulse a amar por fuera. Hazme orante y fecundo, como el sarmiento unido a la vid. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario