“Di a la comunidad de los hijos de Israel: Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo” (Lv. 19,2).
Señor, Tú me llamas a la santidad porque eres Santo. Pero la santidad no consiste en una perfección hecha de obras y logros que pueda alcanzar utilizando los recursos a mi disposición, ni tampoco en la mera superación de mis defectos, sino en la plenitud del amor. La santidad no es otra cosa que vivir completamente abierto a ti, dejando atrás todo lo que impide que tu amor lo llene todo en mí.
Tampoco creo poder alcanzarla centrando todo el esfuerzo en medir mis progresos ni en contar mis caídas, sino en entregarme sin reservas a tu voluntad. La verdadera santidad, según me enseñas en el Evangelio, es olvido de sí mismo, pero no un olvido que equivalga a una negación vacía, sino a una plenitud que solo se alcanza cuando el corazón se aparta de sí y se orienta enteramente a ti y a los demás.
Dame, Señor, un corazón amplio, libre de todo repliegue sobre mí mismo, para que, en lugar de encerrarme en mis límites, viva en la anchura sin medida de tu amor. Que no busque en la santidad mi propia obra maestra, sino la manifestación en mí de tu gracia, tu obra divina. Que no me detenga en lo que soy, sino en lo que Tú quieres hacer en mí y conmigo.
Espíritu Santo, enséñame la única perfección que es valiosa: la del amor que se da sin reservas. Amén.
Muchas gracias, P.Orta
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