“Comerás el pan con sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste sacado; pues eres polvo y al polvo volverás” (Gen. 3,19). Y:
“Mandó que la gente se sentara en el suelo y tomando los siete panes, dijo la acción de gracias, los partió y los fue dando a sus discípulos para que los sirvieran (... )La gente comió hasta quedar saciada” (Mc. 8,6-8).
De la 1ª lectura y del evangelio de la misa de hoy.
En el Génesis, el hombre, tras el pecado, comienza a vivir de un modo distinto al que Dios había soñado para él. “Comerás el pan con el sudor de tu frente” (Gn. 3,19) no es tanto un castigo, cuanto la consecuencia de querer depender únicamente de sí mismo, cerrándose al don de Dios. El pecado introduce en el corazón humano un orgullo que rechaza recibir las cosas como un regalo. El hombre quiere ganarse todo, imaginar que no le debe nada a nadie, ni siquiera a Dios. Pero este no es el plan del Padre.
Cuando Jesús multiplica los panes en el desierto (Mc. 8,6-8), revela algo completamente distinto: el amor gratuito de Dios. La multitud, que no ha trabajado ni sudado por ese pan, lo recibe en abundancia, hasta saciarse. Este gesto de Jesús es una señal del verdadero deseo de Dios: que vivamos como hijos, confiando plenamente en Él, recibiendo todo como un don. Porque todo es gracia, desde el pan en nuestra mesa hasta el aliento de nuestra vida.
El Señor nos invita a dejar el orgullo de querer “ganarnos” todo, incluso nuestra salvación, y a abrirnos con gratitud a su amor gratuito. Aprender a recibir con humildad es reconocer a Dios como Padre y a nosotros mismos como hijos amados.
Señor, Tú eres el dador de todo bien. Enséñame a confiar en ti, a recibir con humildad tus dones y a vivir con espíritu filial, agradeciendo que todo es gracia, todo es regalo. Amén.
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