“El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo; se gozan en tu presencia como gozan al segar, como se alegran al repartirse el botín. Porque el yugo que pesaba sobre ellos, la vara de su hombro, el bastón de su opresor, los quebraste como el día de Madián” (Is. 9,1-3).
En el camino del Adviento aparecen con claridad los tres enemigos del alma, que no son una teoría abstracta, sino una experiencia real en la vida espiritual. El primero es el demonio, cuya acción se caracteriza siempre por sembrar la duda, la turbación, el miedo y la confusión en el corazón del creyente. El demonio actúa en la oscuridad y necesita el secreto para ejercer su influencia: sugestiones que no se comparten, pensamientos que se rumian en soledad, inquietudes que no se presentan a la luz de Dios. Y cuando no logra apartar al alma del camino del Señor, intenta al menos inquietarla, desgastarla interiormente, hacerle perder la paz y la confianza. Frente a esta acción oscura, el profeta anuncia con fuerza que Dios concede una luz grande. No una luz tenue o vacilante, sino una luz clara y victoriosa. “El pueblo que caminaba en tinieblas” —nosotros mismos, tantas veces— ve una luz que brilla incluso en la tierra de sombras de muerte. Dios no dialoga con la oscuridad: la disipa con su luz.
El segundo enemigo es la carne, que no debe confundirse con el cuerpo, regalo y don de Dios, expresión concreta de lo que somos. La carne es, más bien, el conjunto de malas tendencias que permanecen en el hombre después de la caída, esas inclinaciones desordenadas que buscan satisfacciones inmediatas y alivios rápidos para el peso de la vida. En este sentido, los llamados pecados capitales pueden entenderse como raíces profundas de la carne. Pero la experiencia enseña que esas búsquedas terminan produciendo aburrimiento, hastío y, lo que es más grave, una tristeza persistente. Frente a esa tristeza, el texto de Isaías proclama la segunda gran obra de Dios: la alegría. “Acreciste la alegría, aumentaste el gozo”. No se trata de una emoción superficial, sino de una alegría que nace de la presencia de Dios, una alegría limpia, auténtica, que no deja vacío ni cansancio interior. En Él está la verdadera alegría del corazón humano.
El tercer enemigo es el mundo, no el mundo creado por Dios —bueno y bello tal como salió de sus manos—, sino el mundo entendido como ese ámbito social y cultural que resiste a Dios y desprecia sus mandamientos. El mundo seduce, promete libertad, ofrece múltiples caminos que parecen amplios y atractivos, pero que en el fondo conducen a la esclavitud. Pensar como piensa el mundo, actuar como actúa el mundo, hablar como habla el mundo: esa es su presión constante. Frente a esta falsa libertad, Isaías anuncia la liberación verdadera que Dios realiza. El yugo, la vara, el bastón del opresor son quebrados con la fuerza de Dios, como en el día de Madián. Dios no negocia con el mal ni pacta con los opresores del alma: rompe sus cadenas y devuelve la libertad. En el Adviento, caminamos pidiendo estos dones —luz, alegría y libertad— para permanecer firmes frente a las tentaciones que nos acechan y avanzar con esperanza hacia la venida del Señor.
Señor Jesús, luz que brillas en nuestras tinieblas, danos tu claridad, tu alegría y tu libertad, para caminar en este Adviento con el corazón firme y confiado en ti. Así sea.